Entre otras obras, Charles Willeford es el autor de Pick-up (1955), Gallo de pelea (Cockfighter, 1962), Una obra maestra (The Burnt Orange Heresy, 1971) y la serie del detective Hoke Moseley, ambientada en Miami. La última entrega de esta serie, The Way We die Now, fue la última novela que publicó. Era el año 1988, ese mismo año también se publicó Yo estaba buscando una calle y Charles Willeford murió de un infarto al corazón. Fue enterrado en el cementerio de Arlington. Willeford había hecho la carrera militar, mintió sobre su edad para entrar primero en la Guardia Nacional de California, con dieciséis años, y después pasar al ejército. Participó en la Segunda Guerra Mundial en el frente de Europa, donde fue condecorado en varias ocasiones por su valor, y, al término del contienda, estuvo destinado en Japón.

Yo estaba buscando una calle es una autobiografía y un fresco de los Estados Unidos de la época golpeada por el crack del 29 y la crisis posterior. Charles Willeford no recordará a su padre muerto de tuberculosis cuando él tenía dos años (1920). Su madre se casará con Joe Cassidy, quien posee un garaje en Topanga Canyon, una pequeña población en California. Willeford lo deja claro: «Joe Cassidy se había casado en segundas nupcias con mi madre, no conmigo, no le caía bien, pero todos los demás, incluyendo nuestro cocinero, me querían». Vivían en una casa de dos plantas y les iba bien. Sin embargo, cuatro años después, la muerte de la madre de Willeford, también afectada de tuberculosis, altera todo. Su padrastro vende el garaje y se marcha solo a Nueva York. Nunca volverían a saber de él. El tío de Willeford enseñó al loro de la abuela de Willeford, Mattie, a preguntar «¿Donde está Joe?». Unas semanas después su tío se muda a San Diego con una oferta laboral. Su abuela, Mattie, se hace cargo del pequeño Willeford. Vende la casa y alquila un apartamento en Los Ángeles. Ella trabaja seis días a la semana y el domingo, su día libre, coge un tranvía, dos trenes y un autobús y camina un kilómetro y medio para visitar a Willeford en un internado. Allí estará hasta los diez años. En 1929, se instala en el apartamento con su abuela. Un apartamento, tan pequeño que «Mattie nunca dijo era hora de irse a la cama. Ella solo decía «Es hora de mover los muebles»». Fue un tiempo en el que Willeford gozaba de libertad absoluta, disponía de la biblioteca del centro comercial donde trabajaba su abuela y leía sin ninguna censura todos los libros que podía antes de volver a la escuela.

Cuando Willeford tenía doce años, un día, su prima, Ethel, y su tío abuelo, Jake Lowey, se presentan en su casa. Han tenido que malvender su hotel en Lake Village y salir corriendo porque temían que los padres vengaran la muerte de los chicos habían entrado en su hotel a robar. Jake les había disparado en lugar de entregarlos al sheriff.

Willeford sale con su prima a ver maratones de baile (imposible no acordarse de ¿Acaso no disparan a los caballos? de Horace McCoy). De la noche a la mañana, Mattie pierde su empleo en el centro comercial y Willeford cae en la cuenta de que hay un montón de mujeres que salen a la calle sin sombrero y sin guantes. Los negocios que Jake Lowey emprende no terminan de funcionar. Mattie ha de retirar todo el dinero de su seguro y vende el loro que la había acompañado doce años. Willeford se levanta a las cinco y media todos los días para vender ejemplares del Daily Mail hasta las siete y media. Gana un centavo con cada venta y a duras penas alcanza para pagar el plato de judias y espagueti, hasta que se le ocurre comprar una cajetilla de Wings y vender los cigarrillos a sus compañeros. Consigue el doble que como vendedor de libros. Sin embargo, la situación económica familiar empeora. No le pueden seguir manteniendo y un día, sin avisar a nadie «dejé mi casa y me eché a la carretera. No estaba solo. Durante los siguientes años habría miles de niños de mi edad subiéndose a los trenes hacia ninguna parte. Pero nadie puede decirme que no tuve una infancia feliz».

«Soy de esos hombres que se van de casa por un paquete de cigarrillos y nunca saben nada más de él. De esa forma, es más sencillo para las dos partes. Siempre y cuando un hombre deje todo atrás, incluyendo su dinero, posesiones, y ropas, no tendrá ningún lamento cuando comience una nueva vida en otro lugar».

En esos años de vagabundo, Willeford aprenderá a que lo importante era pasar desapercibido, llevar solo lo que le quepa en los bolsillos, tener un destino «aunque uno supiera que no estaba yendo en ninguna dirección concreta» y además había que decir que había un trabajo esperándole cuando llegara. En 1933 había «literalmente miles de vagabundos» y solo unos pocos con destinos reales. La policía en cada estado hacía la vista gorda y forzaba a los vagabundos a salir de su jurisdicción. Por ejemplo, en Los Ángeles arrestaban a los vagabundos y los enviaban a la cárcel con una sentencia de treinta días, pero a los tres días los soltaban con la amenaza de devolverlos a prisión a cumplir el resto de la sentencia si los volvían a ver en la ciudad. También corrían rumores de que en Tejas, los policías hacían redadas entre los grupos de vagabundos, elegían uno de cada diez y los enviaban a los campos y las granjas obligados trabajar por la comida que les daban a diario. Willeford se encuentra lo peor y lo mejor en esos trenes, igualmente entre la gente que mendiga. Hay poblaciones que evita porque la gente es tan pobre que no tienen nada que darles, otras en la que hay voluntarios que le socorren y evitan que muera congelado, está el Ejército de la Salvación que les obliga a rezar o escuchar el sermón antes de darles la comida… La comida es una constante «cuando un hombre no sabe cuándo o de dónde saldrá su próxima comida, tan pronto como termina una, es necesario comenzar a buscar la siguiente».

Willeford nos relata su infancia con una prosa sencilla, se ríe de sí mismo y de las decepciones que se lleva, como un aprendizaje más, al mismo tiempo que nos plasma un cuadro desolador de la vida miserable de todos esos vagabundos que tan solo aspiraban a tener una comida al día y un lugar donde dormir en paz. Sin embargo, hay un optimismo, un ansia de vivir, un deseo de un futuro mejor que se transpira en todas las historias, por tristes que sean. Concluyo con uno de los momentos: En la frontera con México, Willeford se junta con dos vagabundos que le dan ropa y alimento cuando otros vagabundos le habían desvalijado y robado sus ropas. Después de un tiempo compartiendo aventuras, decide separarse de ellos. A medianoche, comienza a barajar distintos destinos porque «Mis posibilidades eran ilimitadas. Un hombre solo, sin responsabilidades, tiene una posibilidad de luchar en este mundo; y era, de hecho, un mundo maravilloso».

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