Siempre me ha maravillado esos editores, directores…. que aprecian el talento en esos jóvenes desconocidos y les abren las puertas, aunque sus estilos o pensamientos sean distintos de los suyos. Aquí les dejo dos ejemplos de jóvenes desconocidos que, gracias a esa oportunidad y su esfuerzo, marcarían un hito en la literatura negra italiana.

Giorgio Scerbanenco malvivía en Milán, de trabajo en trabajo y escribiendo en sus horas libres. Gracias a una recomendación de un amigo, le aceptaron un relato en la editorial Rizzoli que sería publicado en la revista Piccola en 1934. Su director, Cesare Zavattini, quería conocer su autor en persona. Scerbanenco no podía negarse, así que habiendo descartado acudir con el mono de trabajo, se presentó con lo que tenía: un impermeable. Debajo no llevaba chaqueta, ni camisa, ni corbata (posteriormente diría que era “una inutilidad retrógrada”). Zavattini, trajeado, se percató, pero no se dejó guiar por las apariencias de ese joven de veintitrés años y, tras la reunión, lo contratará. Zavattini le dará el impulso que necesitaba su carrera…. Décadas más tarde, el premio de novela negra más prestigioso en Italia llevará su nombre «Giorgio Scerbanenco«.  Como curiosidad, si se fijan en los títulos de crédito, verán el nombre de Cesare Zavattini (en la foto) como guionista en películas como El ladrón de bicicletas, Milagro en Milán, Umberto D.,

Andrea Camilleri, a sus veintidós años, se presentaba al examen para poder entrar en el curso de director de la «Academia Nacional de Arte Dramático» en Roma. Solo admitían a treinta alumnos.  Orazio Costa le examinó durante dos horas y media. Cuando terminó la prueba, Orazio Costa le adelantó su opinión: “Que sepa que no comparto ninguna de las cosas que ha dicho”. Camilleri se dio por suspendido. Una semana después se enteraba por su padre que había sido admitido y con la máxima beca. Los detalles los tenéis en la entrada «La lección que cambió la vida de Camilleri». Camilleri aprendería el oficio, se convertiría en productor de «Maigret» y de ahí al inspector Montalbano fue un paso. Por cierto, dedicó uno de sus casos, La excursión a Tíndari, a «Orazio Costa, mi maestro y amigo»

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