Bellón no regenta el prostíbulo en el que le conocimos en “Entre trago y trago”, pero continúa recogiendo y llevando prostitutas y jugando sus partidas clandestinas. En “La miel y el cuchillo”, Bellón para en el Venus, un local regentado por Kinito y donde hace entrega de dos de las tres portuguesas que irán a trabajar con él. “Kinito me meterá un billete en el bolsillo. Le diré que solo había dos, que la tercera no había aparecido. Intentaré hacer un negocio con la negra que llevo a mi lado, está bien”.  

Entre estas idas y venidas, hay un personaje enmascarado que cambiará el devenir de la historia. Cuando Bellón se estaba tomando su cerveza Golden en el Venus, un hombre con la máscara de la reina Sofía irrumpe. Al poco, Bellón sorprenderá a ese mismo hombre golpeando con una correa a Ruth, una de las camareras, en el aparcamiento del Venus.  Bellón interviene. Se pelea con el enmascarado, pero para sorpresa de Bellón, Ruth acaba huyendo con su agresor en un coche. Cuando Bellón vuelve al local se percata de que a Ruth se le han caído las llaves del bar. “La noche se ha llenado de sirenas, pero lejanas, no tienen nada que ver conmigo”. Con esas llaves podrá entrar en el Venus cuando no haya nadie e intentar hacerse con la recaudación. Alguien le sorprenderá en pleno acto y todo se complicará. Por si fuera poco, una extraña mujer, al volante de un Volvo grande, le ofrecerá a Bellón una recompensa si encuentra a Ruth, esa camarera desaparecida desde esa noche en el aparcamiento. Para rematar, sumamos unos policías poco recomendables y tendremos un cóctel de bajos fondos, carreteras secundarias, barrios de periferia y garitos de mala muerte donde abundan los “patanes”.

Julián Ibáñez con su lenguaje de la calle, su humor negro y el dinamismo de su relato en primera persona te mantiene siempre leyendo y deseando saber cuál será el siguiente paso de Bellón. Cada novela es un viaje en el que acabas con aliento a alcohol, ojeras, dolorido, sin un duro en el bolsillo y con el corazón hecho de pedazos. Uno no puede más que disfrutar de sus comentarios (“He querido dármelas de listo, pero no me ha salido, es un arte que no domino”), su prosa y sus diálogos entrecortados.

“—¿Sabe dónde podré encontrarla?

—… Puede.

—… ¿Dónde?

—… No muy lejos.

     La sonrío. No me devuelve la sonrisa. Mira de nuevo hacia adelante.

—Si la ve… ¿me llamará diciéndome dónde está?

—Puede… ¿Por qué?”

Puro Ibáñez, uno de los grandes, uno de los imprescindibles.

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