Al término de la Guerra Civil, el inspector Carlos Lombardi fue condenado a doce años de prisión en Cuelgamuros por haberse mantenido fiel a la República y estar afiliado a Izquierda Republicana. En diciembre de 1941, su jefe, Ulloa, quien cambió de bando cuando la balanza se inclinó definitivamente del lado de los “nacionales”, logrará un permiso para que su antiguo colega le ayude a detener a un asesino que ha sumado su tercera víctima. Lombardi no solo era su mejor inspector, sino que también había investigado los dos primeros crímenes del asesino durante la guerra. Sin embargo, la puesta en libertad provisional de Lombardi no significa reincorporarse a su puesto. Para empezar, no puede pisar la comisaría y depende jerárquicamente del inspector jefe Luciano Figar, un falangista que no oculta su antipatía por Lombardi. Éste deberá improvisar en su antigua casa, un despacho. No estará solo, contará con la ayuda de Alicia Quirós, secretaria e investigadora extraoficial y un guardia de asalto, también represaliado. Juntos investigarán esas muertes que tienen como nexo el que todas las víctimas estén relacionadas con el clero, todas hayan sido degolladas “e idéntico ensañamiento con un paquete genital utilizado para dibujar sobre las paredes siete trazas sanguinolentas”.

A través de los ojos de Lombardi iremos descubriendo un Madrid de edificios derruidos, con cartilla de racionamiento, donde los vehículos se mueven con gasógeno y la gente se divide entre vencedores y vencidos.

“Se detiene unos minutos en la plaza para contemplar un paisaje que el velo neblinoso convierte casi en desconocido: ante él se abre la boca del metro, refugio vecinal en los bombardeos aéreos y, al fondo se deja intuir la fachada del cine Olimpia, escenario de multitudinarios mítines izquierdistas durante el asedio (…)

Lombardi lidiará con un nuevo mundo, donde los vencederos imponen su lenguaje y su visión. Además, habrá de andarse con mucho tiento con aquellas personas que, ya sea por su filiación política, contactos o formar parte del aparato del régimen, pueden enviarle de vuelta a Cuelgamuros. Por si fuera poco, casi contemporáneamente, Lazar, el embajador nazi en Madrid y el embajador inglés reclaman su colaboración.

El personaje de Lombardi irá progresando y luchando contra el doloroso sentimiento de hallarse en un lugar extraño, ajeno a su vida, en un Lavapiés que pertenece a una dimensión desconocida. Alicia Quirós y su jefe Ulloa serán los que le vayan dando las claves de este universo nuevo que se abre ante nosotros con una prosa cuidada, con una ambientación que recupera un Madrid de posguerra y un protagonista que, sin renunciar a sus ideales, ni a olvidar las injusticias cometidas, irá atando los cabos que le lleve a resolver el caso. Será un final coherente y sin trampas al que, a fuego lento, el autor nos ha ido preparando en una trama muy bien armada.

«—¿Ha visto lo rápido que aprendo? —responde este (Lombardi)—Alzamiento y no sublevación. A este paso le voy a pedir una insignia de la Falange para pincharla en mi corbata.

—No lo verán mis ojos.

—Y no porque vaya a quedarse ciega, precisamente…»

Por último, es un verdadero placer acompañar a Lombardi en sus pesquisas: se siente la frustración e indignación ante las trabas burocráticas, la miseria o la hipocresía, la alegría en los avances y el peligro ante esos estamentos sociales de esa España de la posguerra, representada en Madrid, durante ese «tiempo de siega, hora de separar el trigo de la cizaña».

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Os dejo el vídeo de «Charlas a Pares» gracias al cual conocí a Guillermo Galván. En el vídeo, el escritor, en compañía de Ana Lena, cuenta detalles del proceso de creación de la novela y de la historia que la envuelve. A propósito, si os gusta la literatura, os recomiendo que visitéis el canal de «Charlas A Pares», donde Mariola Díaz-Cano entrevista, dialoga con escritores de los más variados géneros. 

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